De la contemplación del cielo al telescopio

Mis primeros recuerdos, mis orígenes, están en un pueblo de Jaén de no más de 5000 habitantes, Beas de Segura. Son de una época muy anterior a la maldición LED, con calles iluminadas por lámparas de vapor de mercurio de luz mortecina.

El atardecer es para mí la hora mágica del día, la entrada a una dimensión en la que me siento más cómodo. De niño esperaba con interés los rayos oblicuos del sol vespertino para subir a la terraza en el momento preciso y contemplar el ocaso. ¡Qué experiencia sensorial! Los últimos vuelos de los vencejos, los parloteos de los aviones en sus nidos, las fragancias transportadas por el viento (pino si bajaba de las cumbres o jara si venía de Sierra Morena). La aparición del lucero de la tarde solía coincidir con los primeros temas musicales que sonaban cuando las puertas del bar de mi padre se abrían. Se me quedó especialmente grabado uno que se convirtió en parte de la banda sonora de mi infancia: «I hear you now» de Jon Anderson y Vangelis, averigüé años más tarde.

El contacto con las estrellas en mi niñez era el que me permitían el balcón, la terraza y el lienzo de cielo que dejaban libre las casas. Suficiente para dejar volar la imaginación. Pero fue a los 15 años (allá por 1990) cuando despertó de verdad mi interés por la astronomía. Refugiado en casa, felizmente aislado de las fiestas taurinas del pueblo, me sumergí en la lectura del libro «Estrellas» (de la colección de guías de campo de la editorial Blume). A partir de aquí comencé a identificar y a poner nombre a los astros que veía desde niño, y sobre todo me intrigó la existencia de una galaxia que podía ver a simple vista. Para lograr este reto (¡ver luz que ha viajado durante más de dos millones de años!) era imprescindible salir a un lugar lo bastante oscuro. Y entonces descubrí el cielo estrellado de verdad.

Mientras miraba anuncios de telescopios inaccesibles para mi bolsillo, me tuve que conformar con unos prismáticos 20×60 y un trípode fotográfico. También adquirí una cámara Pentax MZ50 (de carrete, naturalmente). Este era el equipo que me acompañaba a las salidas con la Agrupación Astronómica de Córdoba en mis años universitarios, y con el que hice mis primeras astrofotografías, todo un lujo. Película de 3200 ASA, revelados desastrosos y cuatro fotos aprovechables de un carrete de 24. Alguna estrella fugaz, constelaciones, planetas, una tímida Vía Láctea. Seis mil pesetas del ala.

En 1998 por fin pude adquirir un reflector Newton de 114 mm. Para estrenarlo lo cargamos Manuel Núñez y yo, andando cinco kilómetros cuesta arriba (en mi casa no teníamos coche) hasta la era del cortijo. Pasé toda la noche viendo borrones de luz débil y difusa, pero que yo sabía que era tal nebulosa o cual galaxia, y todo con una montura ecuatorial completamente manual y la ayuda de un atlas del cielo fotocopiado. La era y el patio de la casa de mi abuela se convirtieron en mis santuarios, a los que iba como y cuando buenamente podía. Hoy esos cielos ya han sido velados por la iluminación de Beas de Segura.

Dedico estas notas autobiográficas a esos que les entra el deseo de fotografiar una galaxia sin saber dónde está la estrella Polar, o que al día siguiente de su primera salida nocturna quieren comprar el mejor de los equipos, o piensan que lo mejor es uno de esos telescopios automatizados con cámara incorporada y vinculados al smartphone que ni necesitan que sepas lo que estás haciendo. Empecé a adquirir mi equipo actual en 2011, trece años después de un reflector de 114 mm, 21 años después de despertar mi interés por la astronomía. El limitante fue económico, pero eso me permitió pasar por un proceso de aprendizaje fundamental: reconocer el cielo a simple vista, entender las coordenadas celestes, saber orientar y estacionar un telescopio, buscar nebulosas de modo totalmente manual, leer mucho, etc. Hoy, en la época de la inmediatez, hay quien considera que todo este proceso es una complicación prescindible. Para mí es la diferencia entre el que recorre un bosque caminando por sus senderos y el que lo atraviesa con todoterreno en diez minutos. ¿Quién acaba conociendo el bosque de verdad?


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