La era de los mercaderes del Espacio

«Mercaderes del Espacio» es el título de una novela de ciencia ficción escrita por Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth y publicada en 1953. Los autores imaginan desde la sátira un mundo futuro resultado del crecimiento sin límite del capitalismo característico de la década de los años 50 del siglo XX, en el que las grandes corporaciones han sustituido a las naciones y el consumo y la publicidad son el eje de la vida. En cierto modo acertaron en su visión aunque hay ciertas diferencias con nuestros tiempos, pues el capitalismo de los años de Guerra Fría mutó al capitalismo financiero de corte neoliberal en la década de 1980, y de ahí actualmente hacia el llamado «anarcocapitalismo», un tipo de «anarquismo» de unas élites económicas que no quieren límite alguno a su avaricia y ansias de poder, y que no dudarán en destruir los sistemas públicos y las bases mismas del estado de bienestar. Ya hay grandes corporaciones que se alzan capaces de hacer frente a gobiernos y que superan en valor al PIB de algunos estados, algunas de ellas pertenecientes al ámbito tecnológico y cuyo principal activo son la recopilación de datos y las infraestructuras relacionadas con su procesado. Su objetivo es modelizar el mundo y la sociedad, penetrando en los ámbitos más íntimos de nuestra vida, para intentar predecir con precisión nuestro comportamiento, algo que es imposible por la misma naturaleza humana. Es en este contexto en el que hay que entender el objetivo de las megaconstelaciones de satélites que comienzan a inundar la órbita baja de la Tierra.

Hasta hace poco dábamos por hecho que el espacio que hay sobre nuestras cabezas es de todos, un lugar común donde ubicar satélites científicos, meteorológicos, de comunicaciones (también militares), pero que mayormente dependían de agencias con participación pública y servían a alguna causa común. Hay una gran diferencia con los casos del mar o la tierra: este espacio no está al alcance de la mano, y hasta ahora sólo han podido hacer uso de él naciones que han dedicado un no desdeñable esfuerzo a la investigación y al desarrollo de tecnología aeroespacial. Pero al fin y al cabo, fuera directamente o a través de agencias o conglomerados de instituciones, no servía tanto directamente a intereses empresariales (aunque estos estuvieran presentes en los desarrollos) sino a motivaciones de tipo estratégico o científico de una nación o un conjunto de naciones. 

Pero este panorama ha cambiado de forma radical. Dos o tres de las grandes empresas tecnológicas de EEUU se han postulado como las propietarias de facto del espacio orbital terrestre. El melón lo abrió el tecnomesías Elon Musk, y le siguen otros. Quien a estas alturas piense que «Space X» persigue el avance y el bienestar de la humanidad, y que detrás de Starlink está el loable deseo de Elon Musk de llevar internet a todo el mundo, es un ingenuo. Convertirse en dueño de una infraestructura global (que posiblemente busca sustituir con el tiempo a la red de cables submarinos) por la que pasarán la mayoría de datos y operaciones mundiales, supone un poder inmenso que, llegado el caso, puede poner en jaque a naciones enteras. Que se lo pregunten a Ucrania. La lógica que siguen estos nuevos mercaderes del espacio es la misma que la de empresas como Google o Meta: muévete rápido y rompe cosas. Esta idea, que parece a priori audaz, esconde toda una filosofía de empresa basada en ir por delante de la legislación, en los hechos consumados y en el desarrollo tecnológico como un fin en sí mismo, sin pensar en las consecuencias y saltándose todo principio de precaución. Se antepone el beneficio empresarial al verdadero beneficio para la sociedad de esa tecnología, y naturalmente se nos venderá como una innovación positiva, aunque no sea ni innovación ni positiva.

Ya tenemos decenas de miles de satélites de comunicaciones en órbita (subiendo su número sin parar), y las consecuencias van desde el perjuicio para la observación astronómica tanto en el rango visible como en ondas radio, hasta el daño a la capa de ozono por las continuas entradas de satélites fuera de servicio, pasando por la pérdida del cielo estrellado como patrimonio cultural y el peligro de colisiones entre satélites (ya ha estado a punto de pasar varias veces). Es paradójico: una tecnología alumbrada gracias a la ciencia puede acabar afectando a su avance. Y no es descabellado pensar que, a este paso, antes o después ocurrirá una cascada de ablación (escenario más conocido como síndrome de Kessler), dando al traste con parte de ese espacio orbital para cualquier uso durante un largo periodo de tiempo. Estamos así ante una posible tragedia originada por la insaciable apropiación extractivista de lo común, en contraposición al falso mito de la «tragedia de los comunes», una de tantas patrañas de las que se nutre el cuerpo doctrinal de la religión económica. Conviene pensar en ello antes de adorar a estos gurús tecnológicos y a sus sueños futuristas, porque sin duda están haciendo todo lo posible para hacerlos realidad. Y en esos sueños no hay lugar para la dignidad humana.

Adenda: Elon Musk, que ya daba muestras de sus pulsiones políticas, terminó de mostrarlas poniendo su red-pocilga social «X» al servicio de Donald Trump. Pero no pierdan de vista a los otros: Jeff Bezos, otro candidato a copar el espacio orbital, optó por censurar la línea editorial de su periódico en los últimos días de campaña de las presidenciales de EEUU; y al de la otra red-pocilga social, Mark Zuckerberg, le ha faltado tiempo para besar la mano y alabar sin pudor al sociópata del pelo naranja una vez que ha triunfado. Business as usual.


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