La necesidad de medir el tiempo y hacer un cómputo de su transcurso es algo común a todas las comunidades humanas, especialmente desde que se hicieron sedentarias y su sociedad se fue haciendo más compleja. La dependencia de los ciclos biológicos y de las variaciones meteorológicas anuales hizo imprescindible desarrollar la capacidad de prever el momento adecuado para cada tarea agrícola, y de este modo fue necesario tomar los ciclos observados en la naturaleza como referencia para la cuenta sistematizada del tiempo. Y los ciclos más evidentes que se pueden observar son los relacionados con el movimiento de los astros.
Incluso sin smartphone somos capaces de intuir el momento del día en que nos encontramos gracias a la posición del Sol en el cielo. También podríamos saber el mes del año observando la altura máxima que alcanza nuestra estrella sobre el horizonte. Los ciclos relacionados con los movimientos de rotación y traslación de la Tierra son los que más influyen en nuestra vida, al condicionar nuestra actividad y biorritmos. Además del movimiento aparente del Sol podemos salir de noche y comprobar que existe igualmente un movimiento aparente diario de las estrellas al unísono (consecuencia de la rotación terrestre), y unos cambios también cíclicos en la fase de la Luna (resultado de su movimeinto alrededor de la Tierra). Un observador más constante también notaría que existen unos astros errantes (los planetas) que se mueven de una forma un tanto más compleja, pero igualmente de forma cíclica en el tiempo (hoy sabemos que ésto es resultado de la combinación de su movimiento propio y el de la Tierra). Y las estrellas que vemos salir y ponerse en un momento dado de la noche varían a lo largo del año porque aparentemente el Sol se va desplazando entre ellas, resultado de la traslación terrestre. Todos estos movimientos han sido estudiados y medidos minuciosamente por las diferentes civilizaciones, lo que en cada caso dio lugar a un calendario. Existen así calendarios solares (basados en el ciclo aparente del Sol), lunares (en el ciclo lunar) y otros menos comunes fundamentados en el movimiento de algún planeta. Igualmente el calendario podía tener tanto un fin práctico y administrativo como religioso, algo que se mantiene hoy en día.
Nuestro calendario actual es el resultado de la adopción, combinación y mejora de otros modelos cuyo origen se remonta a las primeras civilizaciones urbanas de Mesopotamia y Egipto; los primeros tomaron como referencia el ciclo lunar y los segundos desarrollaron el primer calendario solar del que tenemos constancia. Comenzaremos este recorrido por los calendarios con el caso egipcio.
Egipto era un don del Nilo, pues su vida dependía de las crecidas del río que aportaba fertilidad a sus tierras, rodeadas del estéril desierto. Estas crecidas eran regulares y se repetían de forma periódica, de modo que resultaba imprescindible anticiparse a este suceso. Es posible que en un principio (milenio V a.C.) los egipcios utilizaran un calendario con un año de 360 días dividido en doce partes iguales de 30 días cada una. Probablemente esto guardaba relación con una evaluación aproximada del movimiento del Sol y la subdivisión de la circunferencia de origen caldeo en 360 grados. Pero este calendario no se ajustaba bien al año sidéreo (365’256 días) y con el tiempo se desacoplaba, de modo que no constituía una buena medida del año agrícola. Para solventar este problema añadieron cinco días, llamados epagómenos, que originaron un año de 365 días más aproximado al ciclo de inundaciones del Nilo.
El año egipcio estaba formado por tres estaciones: Ajet, inundación (finales de verano y otoño); Peret, crecimiento (invierno y principio de primavera) y Shemu, cosecha (finales de primavera y comienzos de verano). El momento crucial era la inundación, que era anunciada por el orto helíaco de la estrella Sirio (Sothis para los egipcios); es decir, el momento en que comienza a ser visible justo antes de que salga el Sol, suceso que marcaba el inicio del año, el día 1 Thoth.
Pero el año sidéreo dura unas 6 horas más de los 365 días, de modo que el día 1 Thoth sufría un retraso de un día cada cuatro años respecto al orto helíaco de Sirio, de forma que sólo después de 1.460 años volvía a coincidir con el fenómeno que anunciaba las crecidas anuales del Nilo (a este periodo de tiempo lo llamaron ciclo sotíaco). Este error era conocido por la élite sacerdotal egipcia, y ellos eran los encargados de anunciar cada año la fecha en que reaparecería Sothis (Sirio) justo antes del amanecer para anunciar las inminentes inundaciones que renovarían la fertilidad del país del Nilo. Curiosamente la poderosa casta sacerdotal mantuvo este error y no hubo un intento de reformar el calendario hasta el año 238 a.C. bajo el reinado de Ptolomeo III, cuando se propuso añadir un día adicional cada cuatro años para hacer que el orto de Sirio siempre coincidiera con el primer día del año (1 Thoth). Esta reforma (conocida como reforma de Canopus) nunca se llegó a aplicar en Egipto por las desavenencias sacerdotales y porque es posible que no quisieran perder el poder de anticipar la fecha de aparición de Sirio, que todo el mundo esperaba ansioso para dar comienzo a un nuevo ciclo agrícola.
Aunque la división en meses fuera diferente, el calendario que se proponía con la reforma de Canopus (año de 365 días más un día adicional cada 4 años) es muy similar al que tenemos en la actualidad.

Una respuesta a “La evolución del calendario (I): el antiguo Egipto”